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La virgen roja: la joven especialmente concebida por su madre para que liderara la revolución feminista​

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Los sucesos que se dieron en España a comienzos del siglo pasado.

Por Ricardo Canaletti 

Engendrar a un genio​

 

 

Aurora Rodríguez Caballeira, natural de La Coruña, tenía un profundo odio hacia todas las mujeres, pero a su vez reconocía que algo había que hacer por los derechos de su género, una flagrante contradicción que ella no se planteaba, al contrario. Pertenecía a una familia modesta pero leída, gracias a la inclinación por la lectura de su padre. Fue así como una experiencia de su vida, con apenas dieciséis años, le marcó el camino. Resulta que su hermana Josefa había tenido un niño de cuyo padre nada se sabía y, sin que se su hermana se lo pidiera, Aurora se encargó de criarlo y educarlo. Este pequeño, Pepito, resultó ser un niño prodigio bajo el cuidado de su tía, con gran talento para la música, que expresaba por medio del piano.

Cuando su madre advirtió el enorme progreso de su hijo, recién entonces le prestó atención y se hizo cargo de él. Aurora, en lugar de enojarse, vio el lado positivo de la cuestión. Es decir, ella podía crear un genio y si lo podía crear lo podía parir. La tarea no se le presentaba tan fácil pues Aurora tenía repulsión por el sexo y si bien odiaba a las mujeres, en segundo lugar venían los hombres. Lo que ella no pudiera hacer por falta de recursos y de estudios, es decir liberar a la mujer pero también al obrero español, imbuida como estaba de ideas socialistas, lo haría su criatura que, de más está decirlo, debía ser una mujer.

Por de pronto se dedicó a enfrentar la repugnancia que le producía el procedimiento para lograr la concepción. Era imperioso encontrar un hombre, pero no cualquier hombre: no debía ser indecente, ni bebedor, ni jugador, ni perezoso, ni ignorante, ni sucio, ni charlatán, ni indiscreto, ni tener mal aliento, ni ser una bolsa de pedos, ni dormilón, ni estafador, ni traidor. Sí estar provisto de un falo que permitiera los movimientos carnales justos y precisos, no más. Ella no pretendía ni quería más que eso. Ni besos ni caricias, ni nada. Solamente lo necesario para que hubiese eyaculación y que el elemento genético fuese de buena calidad.

En abril de 1914, en la ciudad de Ferrol, Aurora estaba tendida en la cama con el hombre elegido. Era la tercera vez que intentaban porque le habían dicho que tras un solo encuentro era muy difícil que quedara embarazada, y si le ponía un poco de ardor sería aún mejor. Se levantó de la cama y palpó su sexo. No le importaba en absoluto el sacerdote que le reclamaba al menos un único beso. Aurora pensaba que no tenía por qué ser cariñosa. No entendía esa palabra. Ella sólo había yacido con él para engendrar a un genio. Con este cura, Alberto, era con el único que había tenido relaciones sexuales y le había dado asco las tres veces que lo hicieron.

 

Hildegart

 

Alberto Pallás era un cura de la Marina aficionado a escribir obras de teatro en las que defendía al proletariado. Eso para ella fue determinante para elegirlo. El tenía cuarenta y nueve años y Aurora, treinta y cinco. Pensaba ella que el cura no le reclamaría la paternidad ni se inmiscuiría en la educación de la hija, porque, eso sí, debía ser mujer. Antonio la había entendido y apoyado en su objetivo y se prestó gustoso a ayudarla, una especie de colaboración fisiológica, sin derecho de paternidad. Como ella entendía que el sexo era un ejercicio primitivo que encasillaba a la mujer en el papel de sólo procreadora, sus encuentros con el cura fueron lo más asépticos posibles.

Después de quedar embarazada se encargó de cuidar el desarrollo del feto: se bañaba dos veces al día con agua caliente, no hacía esfuerzos físicos, se despertaba cada hora para cambiar de postura y que la posición de la criatura no se alterara, por ejemplo. Tuvo tanta suerte que el destino fue cómplice de su delirio y el 9 de diciembre de 1914 nació su beba en Madrid. La llamó Hildegart («Jardín de Sabiduría», en alemán), porque creía que los nombres predestinaban a las personas. La primera parte de su plan estaba cumplido aunque la ingeniería no estaba terminada. Ahora debía desarrollar a esa chiquita para que se convirtiera en la líder de la revolución feminista que combatiría la opresión masculina.

 

 

Hildegart Rodríguez Caballeira.

 

La vida de Hildegart no fue su vida

 

Su mamá le sacó la vida. La criaba según su anhelo de que se convirtiera en un símbolo de la lucha contra el machismo que para Aurora, más que producto de una reflexión profunda, se trataba de un resentimiento que provenía del fondo de su historia que no ha sido indagado. Ella solo vivía para enseñar y formar a su hija. A los tres años, la nena aprendía latín, griego, inglés, francés y alemán. Un año más y su madre la instó para que aprendiera mecanografía. La nena aprendió todo. Era una mente brillante. No hubo ningún experimento genético aquí. A Aurora le salió así. Hidelgart era estudiosa y le gustaba aprender.

A los 14 años, la madre la afilió a las Juventudes Socialistas y la chica se destacó como líder de la Liga de Reforma Sexual. Alumna del político Julián Besteiro (que fue presidente del Partido Socialista Español), se recibió de abogada a los dieciocho años. Ya publicaba artículos en los principales periódicos de izquierda, y a esa edad, también, comenzaron sus problemas con Aurora. Hidelgart tenía sus propias ideas sobre la vida y la política que cada vez coincidían menos con las de su madre.

 

Aurora ya no tenía a una autómata que le respondía a ciegas

 

Esta situación era inadmisible para ella. Hasta ese momento, Hidelgart estuvo dirigida completamente por su madre y le echaba en cara que si había alcanzado un lugar entre los intelectuales de España era gracias a que había seguido sus instrucciones y sus consejos u órdenes. Ella sería la Primera Mujer Libre. Igual que cuando tenía diez o doce años, Aurora no la dejaba casi nunca sola, iban a todos lados juntas, compartían habitación y siempre iban vestidas de negro para evitar lo que Aurora consideraba «miradas lujuriosa de los hombres».

Hacia inicios de la década de los treinta del siglo XX, Hidelgart era una avanzada del feminismo español. Había publicado «El problema sexual tratado por una mujer española», también «Profilaxis Anticoncepcional y Métodos para evitar el embarazo». Tenía correspondencia con el sexólogo y activista británico Havelock Ellis, y con el médico alemán Magnus Hirschfeld, defensor de los derechos de los homosexuales. El centro de su pensamiento era la liberación sexual de la mujer que se obtenía, pensaba, si se separaba el deseo sexual de la procreación, por eso Hildegart defendía el uso de anticonceptivos, el aborto y ponía en duda la monogamia. Pedía que se enseñara educación sexual en las escuela desde un punto de vista científico.

Hildegart no tenía experiencias propias, ni siquiera de sus amigas pues no tenía amigas. Vivía una gran represión sexual impuesta por su madre; no tuvo una educación sexual, de hecho, fue virgen toda su vida, de ahí el apodo de La virgen roja puesto por el sexólogo Ellis, quien apoyaba los aportes de Hildegart a la sexología. Ella no se relacionaba con nadie y menos aún con hombres a los que su madre veía como una distracción inadmisible.

 

 

Hildegart en un mitin socialista en Erandio, (Vizcaya), en 1931.

 

El hogar, una cárcel

 

La muchacha comenzó a desencantarse con las ideas socialistas a la llegada de la Segunda República Española, en 1931, con una coalición republicana socialista, que reemplazó a la monarquía de Alfonso XIII. Se acercó más a las ideas del Partido Republicano Radical, que buscaba despejar el escenario político de las ideas socialistas, y estaba apoyado por la derecha católica. Hildegart cuestionó las ideas socialistas en un artículo llamado «¿Se equivocó Marx?», y en un libro: «¿Fracasa el socialismo?». Se fue del partido en 1932 y las consecuencias fueron inmediatas. La amenazaron de muerte, la insultaron. Aurora, temerosa de que a su hija le hagan algo malo, compró un arma de fuego.

Surgió la sospecha de que Hildegart había iniciado una amistad con el escritor socialista Abel Velilla. Aurora estaba furiosa. Protegería a su hija porque la había creado para ser la salvadora de la humanidad, pero no iba a permitir que ningún impulso del instinto la desviara de su camino. Lo que veía con claridad era que estaba perdiendo influencia sobre su hija. Hildegart quería tener su propia vida, sus propios errores, sus propias pasiones (de hecho sentirlas de una vez por todas), deseos que para su madre no eran más que síntomas del distanciamiento de los objetivos para los que fue concebida. Hildegart era de su propiedad, su creación. Culpó del despertar sexual de Hildegart a la herencia genética del padre, quien supuestamente resultó ser un cura perturbado que había violado a su sobrina. Aurora se culpó por no haber seleccionado correctamente al instrumento que utilizó para «crear» a su hija.

El novelista británico H.G. Wells, autor de «La Máquina del Tiempo», «la Guerra de los Mundos», «El Hombre Invisible», y otros relatos extraordinarios, tenía una gran simpatía por Hildegart. Mantenían una frecuente correspondencia y cuando Wells estuvo en Madrid, Hildegart fue su guía y colaboradora. El británico quería que ella lo asistiera incluso en Gran Bretaña porque destacaba siempre que era una mujer inteligente y de gran prestigio. Para ella, Londres era una gran oportunidad que se presentaba conveniente en todo sentido, especialmente en el personal porque de esa manera se soltaría de las tenazas de su madre. Fue el principio del fin. Cuando se lo comentó a Aurora, los acontecimientos se precipitaron. Aurora la recluyó en su casa a partir del 27 de mayo de 1933, arrancó la línea de teléfono y convirtió el hogar en la cárcel de Hildegart.

 

Delirios

 

La chica ya no estaba dispuesta a soportar los regaños de su madre por cuestiones que tenían que ver con sus decisiones personales. Pero Aurora era un hueso duro de roer. Le decía que se estaba apartando del camino correcto y que había sido una pésima decisión abandonar el Partido Socialista. Se cruzaban en discusiones agotadoras. En cierta ocasión Aurora terminó la disputa diciéndole que había un complot del comunismo y de los servicios secretos británicos para separarlas. Fue entonces que Hildegart pensó por primera vez que su madre no estaba en sus cabales. No discutió más y se retiró a su habitación; necesitaba un espacio para sí misma, dejar a su madre con sus delirios y, sobre todo, salir de su agobiante vigilancia. Pero su mente no lograba descansar. Ni despejarse.

Tenía un problema serio y era el de enfrentar a Aurora y decirle que la vida de ambas bajo el mismo techo no podía continuar, era intolerable. Aurora, cada vez más nerviosa, pensaba, asimismo, que debía hablar con su hija para que todo volviera a la normalidad de antaño, es decir ellas debían vivir juntas; Hildegart comprendería que los de afuera la habían confundido y reconocería todo lo que había hecho por ella desde su nacimiento. Tanto esfuerzo, tanto esmero, para acabar viendo cómo su hija se apartaba poco a poco del camino libertario, el del anarquismo que guía la libertad del ser humano; y, por si no fuera suficiente con ello, ese incipiente coqueteo con un hombre. Aurora ya le había explicado a su hija sus planes para esterilizarla.

Hildegart dejó de pedirle permiso a su madre para salir de la casa. Una mañana que la joven no estaba, Aurora fue discretamente de la cocina hasta su dormitorio, sin que Julia, la doméstica, advirtiera sus movimientos, abrió un cajón de la cómoda donde guardaba su ropa interior, y sacó una pistola. Luego se dirigió hasta la terraza y disparó al aire. El arma funcionaba correctamente.

Hildegart regresó al mediodía a la casa de la calle Galileo 57. Aurora, entonces, cerró la puerta de entrada con llave y se la guardó en el corpiño. «¿Qué haces, mamá?», preguntó la joven desconcertada. Pero Aurora no respondió sino que, frenéticamente, comenzó a cerrar todas las ventanas y luego, volvió donde su hija, la miró y arrancó el cable del teléfono. «¡Mamá! -exclamó Hildegart -respóndeme. ¿Qué está pasando?». Aurora seguía callada. ¿Cómo podía hacer Hildegart para escapar de esa prisión? ¿Cómo podía hacer Aurora para que dejaran de atormentarla las palabras de su hija cuando le dijo que era su deseo irse de una vez de esa casa?

A las ocho de la mañana del viernes 9 de junio de 1933, Aurora, desconsolada, no estuvo dispuesta a vivir así un solo día más. En bata, fue a la habitación de Julia a pedirle que sacara los perros a la calle. Después se dirigió con paso marcial al cuarto donde Hildegart dormía. Abrió la puerta muy despacio. La vio desde el umbral y le pareció, con su cabello ondulado, que era muy parecida a ella.

Los perros ladraban al bajar la escalera hacia la puerta. Aurora disparó cuatro tiros contra su hija, dos en la cabeza, otro en el mentón y el cuarto en el pecho. Quiso asegurarse de que la imperfección de su obra se extinguiera para siempre. Miró el cadáver de Hildegart y regresó a su dormitorio. Colocó el arma sobre el tocador, se sentó ante el espejo y se colocó los aros de perlas. Fue a encontrarse con Julia. Ella estaba en paz, pensaba que había cumplido con su deber.

Aurora Rodríguez Caballeira fue juzgada y en 1955 murió en un psiquiátrico. Hildegart, asesinada a los 19 años, fue enterrada en el cementerio de Madrid. Su lápida dice: «Hildegart Rodríguez Caballeira, mártir del pensamiento libre».

 

Fuente: Todo Noticias (TN)

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