Aurora ya no tenía a una autómata que le respondía a ciegas |
Esta situación era inadmisible para ella. Hasta ese momento, Hidelgart estuvo dirigida completamente por su madre y le echaba en cara que si había alcanzado un lugar entre los intelectuales de España era gracias a que había seguido sus instrucciones y sus consejos u órdenes. Ella sería la Primera Mujer Libre. Igual que cuando tenía diez o doce años, Aurora no la dejaba casi nunca sola, iban a todos lados juntas, compartían habitación y siempre iban vestidas de negro para evitar lo que Aurora consideraba «miradas lujuriosa de los hombres».
Hacia inicios de la década de los treinta del siglo XX, Hidelgart era una avanzada del feminismo español. Había publicado «El problema sexual tratado por una mujer española», también «Profilaxis Anticoncepcional y Métodos para evitar el embarazo». Tenía correspondencia con el sexólogo y activista británico Havelock Ellis, y con el médico alemán Magnus Hirschfeld, defensor de los derechos de los homosexuales. El centro de su pensamiento era la liberación sexual de la mujer que se obtenía, pensaba, si se separaba el deseo sexual de la procreación, por eso Hildegart defendía el uso de anticonceptivos, el aborto y ponía en duda la monogamia. Pedía que se enseñara educación sexual en las escuela desde un punto de vista científico.
Hildegart no tenía experiencias propias, ni siquiera de sus amigas pues no tenía amigas. Vivía una gran represión sexual impuesta por su madre; no tuvo una educación sexual, de hecho, fue virgen toda su vida, de ahí el apodo de La virgen roja puesto por el sexólogo Ellis, quien apoyaba los aportes de Hildegart a la sexología. Ella no se relacionaba con nadie y menos aún con hombres a los que su madre veía como una distracción inadmisible. |
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Hildegart en un mitin socialista en Erandio, (Vizcaya), en 1931. |
La muchacha comenzó a desencantarse con las ideas socialistas a la llegada de la Segunda República Española, en 1931, con una coalición republicana socialista, que reemplazó a la monarquía de Alfonso XIII. Se acercó más a las ideas del Partido Republicano Radical, que buscaba despejar el escenario político de las ideas socialistas, y estaba apoyado por la derecha católica. Hildegart cuestionó las ideas socialistas en un artículo llamado «¿Se equivocó Marx?», y en un libro: «¿Fracasa el socialismo?». Se fue del partido en 1932 y las consecuencias fueron inmediatas. La amenazaron de muerte, la insultaron. Aurora, temerosa de que a su hija le hagan algo malo, compró un arma de fuego.
Surgió la sospecha de que Hildegart había iniciado una amistad con el escritor socialista Abel Velilla. Aurora estaba furiosa. Protegería a su hija porque la había creado para ser la salvadora de la humanidad, pero no iba a permitir que ningún impulso del instinto la desviara de su camino. Lo que veía con claridad era que estaba perdiendo influencia sobre su hija. Hildegart quería tener su propia vida, sus propios errores, sus propias pasiones (de hecho sentirlas de una vez por todas), deseos que para su madre no eran más que síntomas del distanciamiento de los objetivos para los que fue concebida. Hildegart era de su propiedad, su creación. Culpó del despertar sexual de Hildegart a la herencia genética del padre, quien supuestamente resultó ser un cura perturbado que había violado a su sobrina. Aurora se culpó por no haber seleccionado correctamente al instrumento que utilizó para «crear» a su hija.
El novelista británico H.G. Wells, autor de «La Máquina del Tiempo», «la Guerra de los Mundos», «El Hombre Invisible», y otros relatos extraordinarios, tenía una gran simpatía por Hildegart. Mantenían una frecuente correspondencia y cuando Wells estuvo en Madrid, Hildegart fue su guía y colaboradora. El británico quería que ella lo asistiera incluso en Gran Bretaña porque destacaba siempre que era una mujer inteligente y de gran prestigio. Para ella, Londres era una gran oportunidad que se presentaba conveniente en todo sentido, especialmente en el personal porque de esa manera se soltaría de las tenazas de su madre. Fue el principio del fin. Cuando se lo comentó a Aurora, los acontecimientos se precipitaron. Aurora la recluyó en su casa a partir del 27 de mayo de 1933, arrancó la línea de teléfono y convirtió el hogar en la cárcel de Hildegart. |
La chica ya no estaba dispuesta a soportar los regaños de su madre por cuestiones que tenían que ver con sus decisiones personales. Pero Aurora era un hueso duro de roer. Le decía que se estaba apartando del camino correcto y que había sido una pésima decisión abandonar el Partido Socialista. Se cruzaban en discusiones agotadoras. En cierta ocasión Aurora terminó la disputa diciéndole que había un complot del comunismo y de los servicios secretos británicos para separarlas. Fue entonces que Hildegart pensó por primera vez que su madre no estaba en sus cabales. No discutió más y se retiró a su habitación; necesitaba un espacio para sí misma, dejar a su madre con sus delirios y, sobre todo, salir de su agobiante vigilancia. Pero su mente no lograba descansar. Ni despejarse.
Tenía un problema serio y era el de enfrentar a Aurora y decirle que la vida de ambas bajo el mismo techo no podía continuar, era intolerable. Aurora, cada vez más nerviosa, pensaba, asimismo, que debía hablar con su hija para que todo volviera a la normalidad de antaño, es decir ellas debían vivir juntas; Hildegart comprendería que los de afuera la habían confundido y reconocería todo lo que había hecho por ella desde su nacimiento. Tanto esfuerzo, tanto esmero, para acabar viendo cómo su hija se apartaba poco a poco del camino libertario, el del anarquismo que guía la libertad del ser humano; y, por si no fuera suficiente con ello, ese incipiente coqueteo con un hombre. Aurora ya le había explicado a su hija sus planes para esterilizarla.
Hildegart dejó de pedirle permiso a su madre para salir de la casa. Una mañana que la joven no estaba, Aurora fue discretamente de la cocina hasta su dormitorio, sin que Julia, la doméstica, advirtiera sus movimientos, abrió un cajón de la cómoda donde guardaba su ropa interior, y sacó una pistola. Luego se dirigió hasta la terraza y disparó al aire. El arma funcionaba correctamente.
Hildegart regresó al mediodía a la casa de la calle Galileo 57. Aurora, entonces, cerró la puerta de entrada con llave y se la guardó en el corpiño. «¿Qué haces, mamá?», preguntó la joven desconcertada. Pero Aurora no respondió sino que, frenéticamente, comenzó a cerrar todas las ventanas y luego, volvió donde su hija, la miró y arrancó el cable del teléfono. «¡Mamá! -exclamó Hildegart -respóndeme. ¿Qué está pasando?». Aurora seguía callada. ¿Cómo podía hacer Hildegart para escapar de esa prisión? ¿Cómo podía hacer Aurora para que dejaran de atormentarla las palabras de su hija cuando le dijo que era su deseo irse de una vez de esa casa?
A las ocho de la mañana del viernes 9 de junio de 1933, Aurora, desconsolada, no estuvo dispuesta a vivir así un solo día más. En bata, fue a la habitación de Julia a pedirle que sacara los perros a la calle. Después se dirigió con paso marcial al cuarto donde Hildegart dormía. Abrió la puerta muy despacio. La vio desde el umbral y le pareció, con su cabello ondulado, que era muy parecida a ella.
Los perros ladraban al bajar la escalera hacia la puerta. Aurora disparó cuatro tiros contra su hija, dos en la cabeza, otro en el mentón y el cuarto en el pecho. Quiso asegurarse de que la imperfección de su obra se extinguiera para siempre. Miró el cadáver de Hildegart y regresó a su dormitorio. Colocó el arma sobre el tocador, se sentó ante el espejo y se colocó los aros de perlas. Fue a encontrarse con Julia. Ella estaba en paz, pensaba que había cumplido con su deber.
Aurora Rodríguez Caballeira fue juzgada y en 1955 murió en un psiquiátrico. Hildegart, asesinada a los 19 años, fue enterrada en el cementerio de Madrid. Su lápida dice: «Hildegart Rodríguez Caballeira, mártir del pensamiento libre». |
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